El nombre de Petrus Romanus (segunda parte)
Anteriormente aludimos a las palabras del Papa Francisco afirmando que la autoridad en la Iglesia debe ejercerse de modo sinodal, con una mayor participación de los Obispos y de las Conferencias Episcopales en el Gobierno Supremo que supone el ministerio petrino, dando así expresión a una preocupación que va desde Juan XXIII hasta el momento actual, pasando por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. En realidad, todo parece estar relacionado con el revolucionario concepto del problema ecuménico, tal como fue elaborado en su nueva formulación por el Concilio Vaticano II y que la Iglesia conciliar no ha vacilado en adoptar. Según la cual, son muchos los que piensan en el papel desempeñado hasta ahora por el Papa como el principal obstáculo para la unión de todos los cristianos.
Una prueba de la nueva forma como se pretende ejercer la función petrina, que parece haber sido aceptada por el Papa Francisco, es el nombramiento de un grupo de Cardenales cuya misión es la de asesorar y de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia. Con lo que se hace difícil no ver aquí otro intento de avanzar hacia una forma de ejercicio colegial del Papado, o tal vez sinodal si se prefiere decirlo con palabras del Papa Francisco. Pero puesto que asesores y ayudantes siempre han estado a disposición de los Papas, cabe preguntar acerca de las verdaderas motivaciones que han impulsado a organizarlos en grupo y otorgarles un carácter colegial.
Algunos están convencidos de que se trata, una vez más, de utilizar un procedimiento peculiar del Modernismo y que ya se puso en marcha en el Concilio Vaticano II, a saber: palabras y gestos ambivalentes, capaces de ser interpretados en un doble sentido y decisiones de gobierno de la misma índole. Todo lo cual, por el hecho mismo de apoyarse en evidentes ambigüedades, resulta casi imposible de rebatir.
Sería absurdo acusar a los Papas conciliares o postconciliares de pretender anular la Constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I, cuyo carácter dogmático está fuera de toda discusión y es la piedra de toque contra la que se estrella cualquier intento conciliarista. Pero es evidente que la Teología progresista intenta vadear el obstáculo, a pesar de que la tarea se presenta como ardua y prácticamente imposible. Y no faltan testimonios que avalan los esfuerzos de los innovadores. El Papa Juan Pablo II, por ejemplo, hablando sobre el ecumenismo, se refería a la necesidad de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva (Juan Pablo II, Encíclica Ut Unum Sint, 1995, n. 95). Pero sin duda que el problema pertenece a la especie de los que resultan más fáciles de enunciar que de resolver. Pues, por ejemplo, ¿cómo es posible mantener lo esencial y abrirse, sin embargo, a una situación nueva? Demasiado ingenio sería necesario aquí para no caer en otro intento de encontrar la cuadratura del círculo.
Así se explica el aparente empeño del Papa Francisco en no aludir a su condición de Jefe Supremo de la Iglesia y su extraña insistencia en aparecer ante el orbe católico como Obispo de Roma. Su salida al balcón, recién elegido Papa, para rogar a la muchedumbre que lo bendijera como Obispo de Roma, es todo un símbolo, al que hay que añadir sus discursos y hechos posteriores en el mismo sentido. Todo lo cual ha suscitado el entusiasmo y los aplausos de los corifeos y partidarios de la Teología progresista modernista, quienes proclaman triunfalmente el fin de la Iglesia centralista y la aparición de otra más conforme al puro Evangelio —la Iglesia de los pobres y la Iglesia del Pueblo—, sin trabas ni estructuras de ninguna clase y la que, según ellos, al menos durante los primeros siglos no conoció nunca la figura del Papa como Pastor universal.
Son conocidos por la Historia diversos Movimientos, que podríamos agrupar bajo el nombre de Espirituales y que han ido apareciendo en el seno de la Iglesia a lo largo de los siglos. Su principal característica consiste en que nunca se han mostrado partidarios de las estructuras jerárquicas, tal como sucede en la actualidad con los Movimientos Neocatecumenales, Carismáticos, etc., en los que el papel del sacerdocio jerárquico y ministerial y el valor sacrificial de la Misa han sido prácticamente anulados. No corresponde a este lugar llevar a cabo una crítica de estas doctrinas que, por otra parte, gozan hoy día de enorme predicamento, poder e influencia en el mundo católico. Pese a que atentan gravemente contra la Constitución de la Iglesia tal como la fundó Jesucristo, han logrado arrastrar a millones de prosélitos y —lo que es más asombroso— conseguido la confianza de la Jerarquía Eclesiástica.
El Papa Francisco prefiere aparecer ante los fieles de la Iglesia universal como Obispo de Roma, y en verdad lo es. Pero las funciones de Obispo de Roma y Papa o Pastor de la Iglesia universal van indeleblemente unidas, hasta el punto de que, por la misma naturaleza de las cosas, cualquiera de ellas supone la otra. De ahí que el Obispo de Roma que es actualmente Francisco es también necesariamente, por más que alguien pudiera empeñarse en obviarlo, el Papa y Pastor de todos los cristianos, sucesor del Príncipe de los Apóstoles y Roca firme sobre la cual fue edificada la Iglesia. Es justamente lo que el oráculo profético de Malaquías —procediendo quizá contra los inútiles intentos de tantos obstáculos de quienes quisieran olvidarlo— parece empeñarse en resaltar, y de ahí el nombre de Petrus que le asigna y que viene a ser eco de unas palabras que nadie puede remover: Tu es Petrus… Durante siglos se ha venido asegurando que ningún Papa ha querido asignarse el nombre de Pedro por respeto a San Pedro. Y por eso parece haber quedado reservado —sin que en realidad nadie conozca la suprema y verdadera razón— para el último de todos ellos. A falta de otros motivos verdaderamente determinantes podría ser admitida esa creencia. Sin embargo, dado el carácter esotérico que siempre acompaña al dato profético, tampoco puede ser descartada una explicación distinta por extraña que parezca, y por eso hemos intentado aportar una. La cual consiste concretamente en que nunca hasta ahora había sido necesario recordar e insistir ante todos, incluido el propio titular, que el Papa de turno es siempre el sucesor del Primero de la serie y sujeto obligado al que va dirigida la apelación Tu es Petrus. Y de ahí la asignación del nombre de Pedro al Papa Francisco. Un apelativo que va unido necesariamente al cargo, y que no depende en absoluto de la aceptación o el gusto del titular correspondiente.
Por supuesto que nuestra teoría puede ser verdadera o falsa. Aunque nadie podrá tacharla de arbitraria o antojadiza, una vez expuestas las razones — aunque no pretendan ser apodícticas— con las que hemos tratado de sustentarla. Y desde luego no es posible dudar de las preferencias del Papa Francisco por un gobierno de la Iglesia compartido: ¿colegial, conciliar, tal vez sinodal…? En su libro Sobre el Cielo y la Tierra, escrito en colaboración con el rabino Skorka cuando todavía era Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, se muestra simpatizante del conciliarismo y decididamente en contra de que la Iglesia posea algún poder (J.M. Bergoglio–A. Skorka, Sobre el Cielo y la Tierra, A. Mondadori, Buenos Aires, 2013).
Todavía falta un importante problema a considerar. Cuyo planteamiento nos conduce a que el Pontífice a quien corresponde el mote de Petrus Romanus según la Profecía de San Malaquías, y puesto que aparece como el último de la serie total de Papas que habrán existido en la Iglesia —si se admite como cierto el oráculo—, su Pontificado habrá de coincidir con las graves tribulaciones que marcarán el fin de la Historia y que precederán inmediatamente a la Parusía. Según lo cual, y aunque el momento del final de los Tiempos y de la segunda venida del Señor sólo de Dios Padre es conocido conforme a las palabras del mismo Jesucristo (Mt 24:36), habría que considerar el Pontificado del Papa Francisco como el correspondiente a los Últimos Días.
Sin embargo, ¿podríamos decir que los acontecimientos que hoy suceden en el mundo lo acreditan así…? De todos modos, y a fin de tratar de responder a tan difícil cuestión, conviene tener a la vista el texto profético en su completa literalidad, que es como sigue: In persecutione extrema S.R.E. (Sanctæ Romanæ Ecclesiæ) sedebit Petrus Romanus, qui pascet oves in multis tribulationibus, quibus transactis, civitas septicollis diruetur. Et Judex tremendus iudicabit populum suum. Finis.
Es indudable que el texto aparece tan misterioso como interesante, y enteramente capaz de suscitar la curiosidad de cualquiera. Traducido del latín significa lo siguiente:
Durante la persecución final que sufrirá la Santa Iglesia Romana, reinará Pedro Romano, que apacentará sus ovejas entre multitud de tribulaciones, transcurridas las cuales, la Ciudad de las Siete Colinas [Roma] será destruida. Y el Juez terrible juzgará a su pueblo. Fin.
Como es lógico, todo depende del valor que se le quiera atribuir al vaticinio de San Malaquías. Pero en el caso de que se le conceda alguna (o total) seriedad al texto, parecen existir en él importantes cuestiones que se prestan a reflexión. Algunas de las cuales plantean, a su vez, un nuevo alud de preguntas cuya mayoría, según es lo más probable, deberían quedar sin respuesta satisfactoria. Aunque nosotros trataremos de abordarlas de alguna manera y formular algunas hipótesis, dada la importancia del problema y la gravedad
Análisis del lema
Durante la persecución final que sufrirá la Santa Iglesia Romana, reinará Pedro Romano, que apacentará sus ovejas entre multitud de tribulaciones, transcurridas las cuales, la Ciudad de las Siete Colinas [Roma] será destruida. Y el Juez terrible juzgará a su pueblo. Fin.
Una primera curiosidad que llamaría la atención, de no ser porque suele pasar desapercibida, tiene que ver con el hecho de que el oráculo se refiere exclusivamente a la Iglesia Católica Romana como la única a la cual conoce. Si se tiene en cuenta que su fecha de origen es el siglo XII (suele fijarse hacia el año 1140), el Cisma de Oriente o Gran Cisma —primero de los más importantes—, ya se había consumado definitivamente en un tiempo anterior (año 1054). Luego hay que considerar también la terrible catástrofe de la Reforma, con la aparición de las innumerables sectas protestantes que también se separaron de la verdadera Iglesia. Sin embargo, y frente a todo eso, el texto de San Malaquías no considera a la Católica como una más en la que subsiste la Iglesia de Cristo, tal como efectivamente lo hace el Concilio Vaticano II (Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, n. 8).
Es sabido que las doctrinas postconciliares han dado de lado al tradicional concepto de la Iglesia como Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana, a fin de legitimar las nuevas doctrinas que incluyen a las sectas y Movimientos cismáticos y separados como verdaderas Iglesias y, por lo tanto, como instrumentos válidos de salvación (apartándose claramente en este punto de un secular y tradicional Magisterio). Que el vaticinio de San Malaquías exclusivamente conoce a la Iglesia Católica como única y verdadera Iglesia (ni siquiera se plantea el problema de las otras Iglesias), lo demuestra el hecho de su clara alusión a la Romanidad de la Iglesia y su explícita referencia a la Ciudad de las Siete Colinas. Es cierto, sin embargo, que ya desde la Antigüedad —empezando por el Libro del Apocalipsis— se llamó Iglesias a las Comunidades locales; aunque el concepto quedaba limitado exclusivamente, como hemos dicho, al ámbito de las Comunidades de cristianos esparcidas aquí y allá, sin que jamás les fuera atribuido el significado de Iglesia en sentido comprehensivo.
Otra importante cuestión abierta a la especulación, según se desprende del texto final de la Profecía de San Malaquías, tiene que ver con el papel desempeñado en los acontecimientos de los Últimos Días por el titular del lema que cierra la serie. Allí se dice que este misterioso Pedro Romano apacentará a las ovejas —pascet oves— entre muchas tribulaciones durante la persecución final. El texto in multis tribulationibus, aunque es suficientemente claro, no excluye cierta ambigüedad capaz de considerar diversos matices interpretativos: ¿Se trata de difíciles y peligrosos obstáculos que el último Papa habrá de esforzarse en sortear mediante graves sufrimientos y duras penalidades? ¿O, por el contrario, habrá contribuido él mismo a provocar tales pruebas que, por otra parte, se verán obligados a sufrir los elegidos? La realidad es que no es posible descartar, ni tampoco admitir, cualquier hipótesis a la ligera, desde el momento en que las profecías sobre los novísimos hablan de falsos profetas que engañarán a muchos y hasta de anticristos que pretenderán ocupar el lugar de Dios.
Es necesario reconocer, con respecto a la responsabilidad de Pedro Romano en los graves acontecimientos que precederán a la Parusía, que nada seguro se puede deducir a este respecto —bueno o malo— del contenido del texto. Lo único cierto es que será él quien estará desempeñando la función de Vicario de Cristo en aquellos terribles momentos. La decisión de atribuirle, en todo o en parte, la responsabilidad de los acontecimientos, supondría la voluntad de identificarlo con alguno de los falsos Profetas que, según todas las profecías, actuarán en los Últimos Tiempos desplegando un arsenal de falacias con el que engañarán a muchos. Sería, sin embargo, una grave afirmación sobre la que no existe base alguna en el texto como para poder decir que se trata de algo más que una gratuita atribución. Por lo que se trataría de una acusación carente de suficientes fundamentos. Aunque tampoco sería razonable descartar —dentro del terreno de hipótesis en el que nos encontramos— la teoría de algunos según la cual existen bastantes indicios que inducen a pensar lo contrario.
Mucho más importante es la cuestión de los tremendos acontecimientos que tendrán lugar durante el Pontificado de Pedro Romano, puesto que son los que señalarán el fin de la Historia y la segunda venida del Supremo Juez. Lo que significaría, de ser cierta la atribución del lema al Papa Francisco, que la Iglesia actual está abocada a las graves persecuciones, penalidades y sufrimientos que, según lo que está profetizado, pondrán a prueba la fe de los escasos cristianos (Lc 18:8) que hayan permanecido fieles hasta entonces. Todo lo cual ocurrirá en un momento por ahora imposible de conocer (Mt 24:36), pero probablemente ya cercano al que actualmente vivimos los cristianos (1 Cor 7: 29–31). Ahora bien, ¿puede decirse que los acontecimientos que en estos momentos están afectando a la vida de la Iglesia, como también a la de la Humanidad, poseen la suficiente envergadura para considerarlos como los que habrán de ocurrir en los Últimos Tiempos, o al menos como los que marcarán su comienzo?
Y la respuesta más razonable es, por supuesto, la de que no lo sabemos. Sin embargo, las tribulaciones y asaltos que en estos momentos está sufriendo la Iglesia, que la han conducido a la mayor crisis de su Historia, son de tan extraordinaria gravedad que hubiera sido imposible imaginarlos hace aproximadamente sesenta años. Se podrá discutir todo lo que se quiera acerca de si tales acontecimientos son los propiamente señalados para suceder en los Últimos Tiempos…, aunque resulta difícil pensar, en el caso de que no sea así, en la manera en que podrían ser superados por los que habrían de venir después. Puede decirse, por lo tanto, que se trata efectivamente de una hipótesis a la que no es posible prestar plena adhesión, pero que no deja de ser, sin embargo, otra circunstancia más que apunta hacia la identificación del Papa Francisco con Pedro Romano.
La gravedad de tales acontecimientos aumenta si se considera, no solamente que suelen pasar desapercibidos, sino que son calificados además como el triunfo de una línea de progreso que ha mejorado notablemente la vida de la Iglesia —la Primavera eclesial—. Lo cual sucede mientras la Esposa de Cristo lucha para desenvolverse en un ambiente letal de paganismo, incredulidad, corrupción generalizada, general apostasía, mentira institucionalizada en todos los órdenes…, y hasta de burla constante de Dios. Nunca Satanás podía haber esperado que la difusión de la herejía modernista le iba a proporcionar semejante triunfo, que además posee todos los visos de estar a punto de acabar con la Iglesia Católica.
Ya hemos dicho, y lo seguimos manteniendo, que nos estamos moviendo dentro del terreno de las hipótesis. De donde se desprende que aquí no se pretende dar nada como definitivamente demostrado. Sólo intentamos hacer ver que, tanto la Profecía de San Malaquías como la atribución del mote de Pedro Romano (correspondiente al último Papa) al Papa Francisco, no pueden ser cosas desechadas a la ligera.
Por otra parte, no debe olvidarse que aquí se está hablando exclusivamente de la Profecía de San Malaquías —a la que también hemos considerado como profecía privada, aunque de carácter serio— sin pretender parangonarla ni contrastarla con ninguna de las que integran la nube de profecías, revelaciones, apariciones y visiones que, como las moscas en tiempo de verano, pululan dentro de la Iglesia en estos momentos. Acerca de las cuales los cristianos harían bien en recordar que tal cosa es lo que siempre suele suceder en épocas de grandes crisis como la actual, y que ninguna de ellas, a excepción de Fátima y Lourdes justamente bendecidas por la Iglesia, ofrecen garantía alguna de credibilidad.
Igualmente decimos, dentro de este contexto de posibilidades sobre el que estamos elucubrando, que se podrá discutir todo lo que se quiera acerca de si los acontecimientos que actualmente afectan a la Iglesia y al mundo se parecen o no a los que habrá de sufrir la Humanidad en los Últimos Tiempos, o en sus proximidades. Pero, a no ser que se quiera negar toda evidencia, hay dos hechos a este respecto que están ahí, para cualquiera que quiera ver:
- a) Que la situación actual del mundo es un polvorín a punto de estallar y con el que puede ocurrir cualquier cosa.
- b) Que la persecución que la Iglesia está sufriendo en el momento actual es la mayor que ha padecido en la Historia, superando en mucho a las sufridas en la época del Imperio Romano. Los cristianos que son masacrados cada día tanto en África como en Asia son innumerables. En cuanto al llamado mundo de la civilización occidental (en el que podemos considerar a Europa y a las dos Américas), la ofensiva desencadenada contra él por todas las ideologías anticristianas (racionalismo, inmanentismo, existencialismo, historicismo, marxismo, y sobre todo por el modernismo como abarcador de todas ellas según San Pío X), con el único fin de acabar de una vez con todos los valores cristianos, ha adquirido una ferocidad rayana en lo diabólico. Con otra agravante más, sin embargo, pero que cobra extraordinaria importancia, cual es la de que el punto álgido de la persecución contra los cristianos está situado esta vez dentro de la misma Iglesia, pues son los mismos que se llaman cristianos los que con mayor intensidad están persiguiendo a los pocos que todavía se mantienen fieles a la Doctrina de la Fe y que despectivamente son llamados tradicionalistas (como si el término tradicionalista no fuera inherente al de cristiano).
Con respecto a este último punto, y siempre dentro del terreno hipotético en el que hablamos —¿habrá que repetirlo de nuevo?—, resta añadir que resulta difícil descartar el papel decisivo que el Papa Francisco parece estar desempeñando en la puesta de trabas y dificultades a los cristianos tradicionalistas y, en general, a todo lo que suena a Tradición dentro de la Iglesia.
Y sin embargo queda un hecho fundamental indiscutible y ahora ya fuera de toda hipótesis, cual es el de que una Iglesia no fiel a la Tradición no puede ser la verdadera Iglesia.
Uno de los principales logros conseguidos en la que parece ser la Batalla Final contra la Iglesia, y del que jamás nadie habla, se refiere a la abolición del precepto divino de la indisolubilidad del matrimonio. Al cabo de veinte siglos de defender lo contrario, la Iglesia parece estar dispuesta, no solamente a amparar el divorcio mediante la alegación de razones que rayarían con el ridículo de no ser porque suponen una burla al Derecho divino, sino a dar al traste con toda la doctrina tradicional sobre la familia y la peligrosa y atrevida admisión a la Eucaristía —de Dios nadie se ríe, decía San Pablo— de quienes carecen de las debidas disposiciones, haciendo caso omiso de todas las prescripciones del Derecho divino.
Sin embargo, cuando las exigencias de adecuación al Mundo y el deseo de no parecer anticuados son más importantes que la guarda de la Ley de Dios —Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre— (Mt 19:6; Mc 10:9), y además se proclaman como un triunfo del progreso, sin tener en cuenta las previsibles consecuencias de la destrucción de la Familia y aun de la Fe de la multitud de los fieles, cuando las cosas han llegado a ese punto, resulta difícil negar que andamos cerca del Final del camino.
Pero acerca de todo esto queda mucho por decir.