He aquí un tema desconocido, misterioso e inquietante. Las almas consagradas (curas, monjas, obispos, cardenales y papas) también pueden ir al infierno. Sor Josefa Menéndez nos relata en sus visiones esta tremenda realidad. Veamos:
Lo que viene a continuación es un resumen de las notas de sor Josefa sobre «El infierno de las almas consagradas».
Es curioso, ahora que se dice que el infierno es un estado de la conciencia, que no posee lugar físico, que el sufrimiento es espiritual, algo light e inofensivo, leyendo estas visiones, el infierno se parece mucho más a un viejo grabado medieval…
«La meditación del día fue sobre el Juicio Particular de las almas religiosas. Yo no podía liberar mi mente de este pensamiento, a pesar de la opresión que sentía. De pronto, me sentí rodeada y oprimida por un gran peso, de tal forma que en un instante, vi más claramente que nunca antes lo maravillosa que es la santidad de Dios y Su aborrecimiento del pecado.
«Vi en un instante mi vida entera, desde mi primera confesión hasta este día. Todo me fue vívidamente presentado: mis pecados, las gracias que recibí, el día que entré en religión, mis vestidos de novicia, mis primeros votos, mis lecturas espirituales, mis tiempos de oración, los avisos que me fueron dados, y todas las ayudas de la vida religiosa. Imposible describir la confusión y la vergüenza que una alma siente en ese momento, cuando se da cuenta: ‘todo está perdido, y estoy condenada para siempre.»
Como en sus anteriores descensos al infierno, sor Josefa nunca se acusaba a sí misma de ningún pecado específico que pudiera haberla conducido a tal calamidad. Nuestro Señor había proyectado únicamente que ella sintiera las consecuencias, si hubiera merecido tal castigo. Sor Josefa escribió:
«Instantáneamente, me encontré a mí misma en el infierno, pero no arrastrada allí como antes. El alma se precipita allí ella misma, como si fuera para esconderse de Dios y así ser libre de odiarlo y maldecirlo.
«Mi alma se precipitó en las profundidades abismales, cuyo fondo no puede ser visto, porque es inmenso… al mismo tiempo que oí a otras almas riéndose y alegrándose de verme compartir sus tormentos. Fue martirio suficiente oír las terribles imprecaciones provenientes de todas partes, pero que no puede ser comparado con la sed de lanzar maldiciones que se apodera de las almas, y cuanto más se maldice, más se desea maldecir y más aumenta esta sed. Nunca había sentido lo mismo antes. Las últimas veces mi alma había sido oprimida de angustia al oír estas horribles blasfemias, a pesar de ser completamente incapaz de producir ni un solo acto de amor. Pero hoy fue de otra manera.
«Vi el infierno como siempre antes, los largos corredores oscuros, las cavidades, las llamas… Oí las mismas blasfemias e imprecaciones, porque – y de esto he escrito ya antes – a pesar de que no eran visibles formas corporales, los tormentos se sentían como si estuvieran presentes, y las almas se reconocen las unas a las otras. Una dijo: ‘Hola, ¿tú por aquí? ¿Y estás tú como nosotros? Nosotros eramos libres de tomar esos votos o no…
¡pero no!’
Y maldecían sus votos.
Algunas almas maldecían la vocación que habían recibido, y a la que no habían correspondido… la vocación que habían perdido porque no habían querido vivir humildes y mortificados…
En una ocasión, cuando estaba en el infierno, vi un gran número de sacerdotes, religiosos y monjas, maldiciendo sus votos, sus órdenes, a sus superiores y a todo aquello que les había dado la Luz y la gracia que habían perdido.
Vi también a algunos prelados. Uno se acusaba a sí mismo de haber utilizado ilícitamente los bienes pertenecientes a la Iglesia.
Los sacerdotes lanzaban maldiciones contra sus lenguas, las cuales habían consagrado; contra sus dedos, que habían portado el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor; contra las absoluciones que habían concedido; mientras ellos estaban perdiendo sus propias almas; y contra la ocasión por la cual habían caído en el infierno.
Un sacerdote decía: «trago veneno porque usé dinero que no era mío… el dinero que me daban por las misas que no ofrecí».
Otro decía que había pertenecido a una sociedad secreta que había traicionado a la Iglesia y a la religión. Y que había sido sobornado para cometer toda clase de terribles profanaciones y sacrilegios. Y otro más decía que había sido condenado por asistir a diversiones obscenas, tras las cuales no debería haber celebrado la Misa… y que él había pasado unos siete años así.
«Todo esto lo sentí como antes, y a pesar de que estas torturas eran terroríficas, serían soportables si el alma estuviera en paz. Pero sufre indescriptiblemente. Hasta ahora, cuando bajaba al infierno, pensaba que había sido condenada por abandonar la vida religiosa. Pero esta vez fue diferente. Portaba una marca especial, un signo de que yo era una religiosa, un alma que había conocido y amado a Dios, y había otros que portaban el mismo signo. No puedo decir como lo reconocí, quizás en la manera especial de insultarlos con que los trataban los espíritus malvados y otras almas condenadas.
También había muchos sacerdotes allí. Este sufrimiento particular no soy capaz de explicarlo. Era mucho más diferente del que había experimentado en otras ocasiones, porque si las almas de esos que vivieron en el mundo sufren terriblemente, infinitamente peor son los tormentos de los religiosos.
Incesantemente, las tres palabras, Pobreza, Castidad y Obediencia, son impresas sobre el alma con punzante remordimiento.
Pobreza
«Pobreza: ¡eras libre y lo prometiste! ¿Por qué, entonces, buscaste aquella comodidad? ¿Por qué tomaste aquella cosa que no te pertenecía? ¿Por qué diste ese placer a tu cuerpo? ¿Por qué te permitiste disponer de la propiedad de la comunidad? ¿No sabías que ya no tenías el derecho de poseer nada, que habías renunciado libremente al uso de esas cosas?… ¿Por qué murmurabas cuando no había nada para ti, o cuando te imaginabas peor tratado que los otros? ¿Por qué?
Castidad
«Castidad: tu mismo hiciste ese voto libremente y con pleno conocimiento de sus implicaciones… te obligaste a ti mismo… lo querías… ¿y cómo lo has observado? Siendo así, ¿por qué no permaneciste donde habría sido lícito para ti concederte placeres y alegría?
«Y el alma torturada responde: ‘Si, hice esos votos; era libre… habría podido no hacer el voto, pero lo hice y era libre…’ ¿Qué palabras pueden expresar el martirio de tal remordimiento?» escribe sor Josefa, «y todo el tiempo las imprecaciones e insultos de otras almas condenadas continúan.
Obediencia
«Obediencia: ¿no te comprometiste completamente a obedecer la Regla y a tus Superiores? ¿Por qué, entonces, juzgabas las órdenes que te eran dadas? ¿Por qué desobedecías la Regla? ¿Por qué te dispensabas de la vida comunitaria? Recuerda qué dulce era la Regla… y no la guardaste… y ahora,» gritan voces satánicas, «tienes que obedecernos a nosotros no sólo por un día o un año, o un siglo, sino por siempre jamás, por toda la eternidad…. Es tu propia obra… eras libre.
«El alma constantemente recuerda como había elegido para sí a Dios como su Esposo, y que una vez Lo amara sobre todas las cosas… que por Él había renunciado a los más legítimos placeres y a todo lo que consideraba más querido en la tierra, que en el comienzo de su vida religiosa había sentido toda la pureza, dulzura y fuerza de este Amor divino, y que por una pasión desordenada… ahora debe odiar eternamente al Dios que había elegido para amar.
«Este odio forzado es un tormento devorador que consume el alma, ninguna alegría del pasado puede aportar ni el más mínimo alivio.
«Uno de sus mayores tormentos es la vergüenza», añade sor Josefa. «Le parece que todos los condenados de su alrededor se burlan continuamente de ella diciendo: ‘Que se perdiera quien nunca tuvo las ayudas de las que tú disfrutaste no sería una sorpresa… pero tú… ¿de qué careciste? Tú, que vivías en el palacio del Rey… que festejabas en la mesa de los elegidos.’