Fenómenos Psíquicos en la hora de la muerte
Este libro titulado «Fenómenos psíquicos en la hora de la muerte» escrito por Ernesto Bozzano, es una pequeña joya que vino a mis manos hará un tiempo, trayendo ese ambiente tétrico y oscuro de las sesiones de espiritismo en los salones del s. XIX.
Veladores, mesas parlantes, espejos, adeptos enlutados juntando sus blancas manos para invocar a los muertos.
Pero el mundo de la «casuística» de éste clásico del misterio va mucho mas allá de sesiones ouija o de escritura automática.
Hay toda una fenomenología que ocurre en los minutos previos y postreros al tránsito de un alma al mas allá. Todos viviremos esos fenómenos porque todos vamos a morir.
Mira que te mira Dios
Mira que te está mirando
Mira que te vas a morir
Mira que no sabes cuando
Caso XIII. –Empiezo por registrar algunos casos en los que el fenómeno de la audición musical es todavía “electivo”. Tomo el siguiente relato del libro de A. Beauchesne. Vie, Martyr et mort de Luis XVII. El autor ha recogido los detalles de los mismos labios de los ciudadanos Lasne y Gomín, guardianes del infortunado delfín: La hora de la agonía se aproximaba, y Gomín, uno de los guardianes, viendo que el enfermo permanecía tranquilo, silencioso e inmóvil, le dijo: “Creo que no sufrís. –Sí, sufro; pero no como antes. ¡Es tan hermosa esta música!” No se percibía ningún eco de música ni ello era posible desde la habitación en que yacía moribundo el tierno mártir. Gomín, asombrado, le dijo: “¿En qué direccional oís? –Viene de lo alto, -¿La oís desde hace mucho tiempo? –Después de que os arrodillasteis. ¿No la oís? ¡Oh, escuchemos, escuchemos…!” El niño abrió sus grandes ojos, iluminados por una alegría extática, y logró hacer un signo con su manecita exangüe. El guardián, conmovido, no queriendo destruir aquella última y dulce ilusión, fingió que escuchaba. Después de algunos momentos de gran atención, el niño pareció estremecerse y su mirada brilló de alegría. Con voz que expresaba realmente una emoción intensa, exclamó: “¡Entre las voces que cantan, reconozco la de mi madre!” Al pronunciar estas palabras, pareció haber dejado de sufrir; su frente se serenó; su mirada, tranquila, se posó en algo invisible; se advertía que continuaba escuchando, con una atención extática, los acordes de un concierto, que escapaban a los oídos humanos. Se habría dicho que para aquella joven alma comenzaba a apuntar el alba de una nueva existencia. Poco después, Lasne, el otro guardián, reemplazó a Gomín; el príncipe le miró largo tiempo, con una mirada lánguida y velada. Viéndole agitarse, Lasne le preguntó si necesitaba algo. “¡Quién sabe –murmuró el delfín- si mi hermana ha oído esta música de paraíso! ¡Le habría hecho tanto bien!”La mirada del moribundo se dirigió entonces a la ventana; un grito de alegría salió de sus labios, y dijo al guardián: “tengo que deciros una cosa…” Lasne se acercó a él, y le cogió una mano. El prisionero inclinó la cabeza sobre el pecho del guardián, que se disponía a escucharle, pero todo fue inútil: todo había terminado. Dios había evitado al pobre mártir las convulsiones de la agonía, y el último pensamiento del moribundo murió en sus labios. Lasne colocó una mano sobre el pecho del niño: el corazón de Luis XVII había cesado de latir.