Conclusiones finales sobre el lema de Pedro Romano
En la actualidad— la Iglesia está siendo atacada con mayor ferocidad que nunca. Con la novedad de que ahora está sucediendo desde dentro de la propia Roca sobre la que fue erigida. La Piedra inamovible, base y fundamento que habría de asegurarla para siempre contra cualquier intento de destrucción, está
sufriendo en este momento gravísimas acometidas por parte de Alguien o de Algo que ansía derribar todo el Edificio que se sustenta sobre ella. Y la operación posee todas las trazas de lograr el éxito que pretende.
Con respecto a lo cual, si hay quien se encuentre dispuesto a establecer un paralelismo entre los ataques sufridos por el Papado a lo largo de toda una Historia de veinte siglos, y la gravedad de los que actualmente están siendo dirigidos contra el Bastión de Pedro, o bien desconoce la Historia de los hechos pasados, o bien padece ignorancia acerca de la Historia de los actuales.
El Enemigo ha logrado penetrar en la Fortaleza —también es frase de Pablo VI— y ahora está centrando la fuerza de sus ataques contra la misma Base y Fundamento que la sustentan. Que es lo mismo que decir sobre el Papado. Mientras tanto, todo parece indicar que ninguno de los Papas postconciliares ha dado muestras de ofrecer resistencia. A no ser que se quieran tener en cuenta, como algunos buenistas pretenden hacerlo, algunos tímidos intentos de Benedicto XVI que comparados, sin embargo, con el conjunto de su actuación como Papa, quedan reducidos a lo mismo que queda de un azucarillo cuando se disuelve en un vaso de agua.
Y aquí no vamos a hablar —son cosas demasiado conocidas— de la eliminación de los emblemas e insignias papales, de la supresión de la tiara y de la silla gestatoria, de la desaparición del Anillo del Pescador, de la sustitución del Trono de San Pedro por una silla, etc., etc.
Pero lo curioso del caso es que tan radical supresión de símbolos ha venido acompañada, por contraposición y como por paradoja, por un abuso del simbolismo cuando se refiere a verdades doctrinales que la Teología progresista no quiere admitir. Hasta el punto de que es justamente a eso a lo que a menudo queda reducida toda la Teología: Los dogmas, por poner el ejemplo más importante, quedan reducidos para el Modernismo a meros símbolos de los sentimientos religiosos que el hombre experimenta en cada momento histórico. Con
lo que se ha llegado a cosas tan extraordinarias como el hecho de que la Eucaristía, por citar otro impresionante caso, ha sido sustituida en la Doctrina y Pastoral postconciliares por lo puramente simbólico (si alguien lo duda, vea en lo que ha quedado el Sacramento en la práctica ordinaria de los fieles, tanto sacerdotes como laicos).
Viajar a la isla de Lampedusa, por ejemplo, y celebrar la Misa con un cáliz expresamente hecho para el caso con madera procedente de restos de barcos, puede ser una señal de pobreza y de solidaridad con los desgraciados. Pero sin duda que es más convincente y atractivo —¡oh la belleza de la naturalidad!— arribar a Lampedusa y utilizar el mismo cáliz con el que se celebra la Misa todos los días. Y todo ello sin más preámbulos, declaraciones, adornos u otros aditamentos. Pues, como todo el mundo sabe, la verdadera Pobreza nunca se proclama a sí misma, una vez demostrado que, en realidad, cualquier acto humano que pretenda fundamentarse en la sobrenaturalidad, pero que no vaya acompañado a la vez de una sincera naturalidad, más que un acto humano propiamente, se convierte en un acto puramente circense.
La Teología postconciliar rechaza los signos cuando le conviene. Aunque luego los utiliza con profusión y precisamente en las cosas más fundamentales, dando así lugar a que el parecer prevalezca sobre el ser, tal como lo exige la filosofía inmanentista. Si la Celebración Eucarística, por continuar con el ejemplo más importante, es un mero símbolo de solidaridad entre los hombres, pero no es el Sacrificio y Muerte del Señor ni contiene el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, en realidad es un mero simbolismo que tampoco significa nada.
Por supuesto que los ataques contra la Roca están todos destinados a estrellarse en vano, gracias a la promesa de Jesucristo: Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (Lc 22: 31–32).
Sin embargo, conviene tener en cuenta que esta garantía no es perpetua. Pues sólo tiene asegurada su duración hasta que se inicien los Momentos Finales, cuando solamente permanecerán el amor y la fidelidad a Jesucristo en aquellos que serán los elegidos:
Cuando veáis la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, sentarse en el lugar santo… (Mt 24:15).
O las otras palabras, también pronunciadas por Jesucristo, y que son quizá las más terribles de las contenidas en el Nuevo Testamento:
Pero cuando venga el Hijo de Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18:8).
La perenne batalla contra la Iglesia alcanzará su culminación en el Asalto Final contra la Roca. El cual es evidente que ha comenzado ya, como puede comprobar cualquiera que tenga ojos para ver.
Pero el Asalto definitivo a la Roca con la consiguiente Apostasía de la Iglesia Universal no hubiera tenido lugar jamás, ni gozar de la menor oportunidad de éxito, sin el consentimiento de lo Alto. Sin embargo, Dios dará en aquellos momentos licencia y poder al Enemigo para hacer la guerra contra los santos y vencerlos (Ap 13:7).
Y sucede que todos los síntomas que apuntan hacia el final de la Batalla son favorables al Enemigo, con el terrible resultado que parece previsible. Lo cual quiere decir, para quien tenga entendimiento, que los momentos actuales por los que está atravesando la Iglesia, y pese a la extraña inoperancia y absurda indiferencia de sus fieles, serían más que suficientes para inquietar a cualquiera.
¿Coincidirá la figura del Papa Francisco con la de el Pedro Romano anunciado por San Malaquías?
Y todo parece indicar que sí.
O tal vez no, en cuyo caso le quedará a la triste Humanidad la confianza en un nuevo y verdadero Amanecer, presidido por la que es Madre de toda la Iglesia, la Virgen María, la Mujer que al fin aparecerá vestida del Sol, la Luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12:1). La misma que será para los fieles su única y verdadera Esperanza, mientras dura el tiempo de los dolores y hasta que amanezca la luz del nuevo día:
Y cuando al cabo apareció la Luna
ya no hubo oscuridad ni sombra alguna.
Y con esto damos por terminado nuestro estudio sobre Pedro Romano. No sin antes advertir, con vistas sobre todo a los desmemoriados:
Que ya advertimos desde el principio que la Profecía de San Malaquías, aunque universalmente tenida por seria, es una profecía puramente privada, con todo lo que ello comporta en cuanto a la obligación de credibilidad. La Iglesia no la ha aprobado nunca ni tampoco la ha rechazado. Por lo que nadie que no la acepte puede ser tachado de incrédulo ni nadie que le otorgue credibilidad puede ser considerado como crédulo.
Que igualmente habíamos insistido en que aquí nos estábamos moviendo en el terreno de las hipótesis y de las meras especulaciones. En ningún momento hemos dicho que el Papa Francisco sea el Papa que responde al lema de Pedro Romano, limitándonos solamente a afirmar que se trataba de una hipótesis razonable y en modo alguno desechable.
Por lo tanto, y según lo dicho y como ocurre con todas las hipótesis, también ésta queda abierta a toda clase de críticas y de objeciones. Cualquier lector preparado puede sentirse autorizado a opinar y a intentar abrir nuevos campos a la investigación.
Dicho lo cual, sólo nos resta por añadir que la Barca de Pedro continuará su navegar incierto por mares procelosos, conducida de la mano de su último timonel, Pedro Romano. Hasta que llegue el día, cuando todas las esperanzas se encuentren casi a punto de desfallecer, en que aparecerá de nuevo Simón el hijo de Juan, el verdadero Capitán a quien primero le había sido encomendada la Nave y que, en realidad, nunca la había abandonado. Será entonces cuando todos verán con claridad que él, y solamente él, había sido siempre la verdadera Piedra angular, puesta por Jesucristo como Base y Fundamento de su Iglesia, destinada a durar por siempre y hasta el fin de los Tiempos, sin que las Puertas del Infierno lograran jamás su propósito de derribarla. Mientras que Pedro Romano y la Ciudad de las Siete Colinas habrán desaparecido, a fin de ceder el puesto a aquél que había amado a su Maestro más que los demás discípulos (Jn 21:15) y que ahora se aprestaba a entregar de nuevo las llaves de la Iglesia. En un tiempo muy atrás recibidas como Vicario y que ahora ya, en este momento, una vez llegada la Nave al Puerto definitivo de la bienaventurada Eternidad, podía devolver para siempre a su Verdadero Dueño y Señor, Cabeza y Fundador de su Iglesia, Jesucristo, Rey Inmortal por los siglos de los siglos.
Benedicto XVI: De Gloria Olivæ
De la Gloria del Olivo, traducido del latín De Gloria Olivæ, es el lema que la lista de Papas de la llamada Profecía de San Malaquías atribuye a Benedicto XVI. Es bien sabido que es ésta una profecía de carácter privado (aunque reconocida como seria), y de ahí que no goce de sanción oficial alguna. Por otra parte, tampoco ha sido nunca aprobada ni rechazada por la Iglesia. Por lo que existen razones para que cualquiera se sienta libre de aceptarla o rechazarla.
Bien entendido que lo dicho en cuanto a que nos encontramos en el terreno de las hipótesis se refiere solamente a la interpretación del lema De la Gloria del Olivo con respecto a la persona de Benedicto XVI, así como al entorno de su Pontificado.
Pero de ningún modo en cuanto al juicio sobre el pensamiento del Cardenal J. Ratzinger y las consecuencias de su Pontificado una vez convertido en Papa Benedicto XVI.
La persona del cardenal Joseph Ratzinger–Benedicto XVI, unida al conjunto de su Pontificado, es un tema casi enteramente desconocido por la inmensa mayoría de los católicos.
Es bien conocida la aureola de bondad, sabiduría y excelencia que se fue creando en torno a su persona después de su renuncia al Papado. Sin embargo, aun sin negar para nada la veracidad de las cualidades que se le atribuyen, estoy convencido de que mucho ha contribuido a la creación de la aureola la Propaganda del Sistema, bien conocedora por cierto de la naturaleza humana. A medida que transcurría el Pontificado de su sucesor, el actual Papa reinante Francisco, y conforme aumentaba el descontento del sector de católicos llamados tradicionalistas, así como el estupor de la inmensa mayoría restante incluidos a la vez progresistas y neocatólicos, la comparación entre uno y otro se imponía. El Papa Francisco, que aparecía como Papa malo para unos y como Papa
desconcertante para otros, fue dando lugar en una gran masa de católicos a un sentimiento de añoranza con respecto al Papa dimitido. Ante lo reconocido para algunos como alguien encuadrado dentro de la categoría de Papa rechazable, pronto fue apareciendo otro contrapuesto como incluido en la de menos mala para pasar enseguida a la de buena e incluso pronto a la de muy buena. La psicología de masas actúa así, por más que lo haga de un modo inconsciente.
El hedonismo reinante en la sociedad occidental, junto al absoluto rechazo de todos los valores cristianos que ha desembocado en una general apostasía, ha conducido a la gran masa de católicos a pactar una opción —más o menos consciente— con la mentira y adoptar una actitud contraria a todo lo que suponga lo que ordinariamente se llama complicarse la vida. Así se ha dado lugar a que el mayor número de católicos haya pasado, sin plantearse problemas, a formar parte de una Nueva Iglesia regida por los principios de la teología progresista. La insignificante circunstancia de que tal Iglesia sea o no la fundada por Jesucristo les importa un bledo. Por otra parte, la actitud de no complicarse la vida conlleva necesariamente la pérdida de memoria, que es otra circunstancia que induce a que nadie recuerde para nada el desastre que supuso para la Iglesia el Pontificado del Papa Benedicto XVI. Un Pontificado que no fue sino la culminación del empezado por Juan XXIII, que fue luego continuado y amplificado en sus efectos por el de Pablo VI, superado después por el de Juan Pablo II, para ser por fin apuntillado por el Papa Francisco, según dicen los tradicionalistas al mismo tiempo que aseguran que están amparados por la contundencia de los hechos.
El comentario que voy a exponer sobre el lema de La Gloria del Olivo en cuanto a que corresponde al Papa Benedicto XVI, tiene su principal fundamento en el huracán destructor que arrasó a la Iglesia durante y a causa de su Pontificado (anunciado ya por los fuertes vientos que comenzaron a soplar desde Juan XXIII). Una situación que a su vez vino a significarse como la Víspera de la Gran Desolación ocurrida y consumada después bajo Pedro Romano, último de los Papas según la Profecía de San Malaquías. Y dado que afirmación tan seria no puede aparecer como fruto de ocurrencias arbitrarias subjetivas y sin fundamento, por supuesto que va a requerir la aportación de una diversidad de argumentos que traten de justificarla.
En justicia no debe dejar de mencionarse, en plan de sincero agradecimiento en este caso, la promulgación de su Motu Proprio Summorum Pontificum (año 2007), por el que reglamentaba y restituía la Liturgia Romana que había estado en vigor hasta el año 1962, declarando la licitud de la Misa Tradicional que Pablo VI había declarado (falsamente) como que hubiera sido abrogada. Desgraciadamente el Motu Proprio apenas si tuvo consecuencias prácticas, por la resistencia de los Obispos y la debilidad del Papa para imponerlo. En general una característica muy propia de su Pontificado, que la mayoría, precisamente por eso, consideraron frustrado por la falta de decisiones positivas.
En cuanto a los hechos y sucesos desafortunados de su Pontificado, nos limitaremos a mencionar, casi como de paso, la continuación por su parte de la infausta política de Juan Pablo II sobre los llamados Encuentros de Asís, y que bajo el pretexto de ecumenismo (a todas luces falso), tanto daño y desolación ha ocasionado a la Iglesia. Desde el momento de difundirse la doctrina según la cual todas las religiones son válidas, y útiles igualmente como instrumento de salvación, la identidad única y necesidad de la Santa, Católica, Apostólica y Romana pasó a ser un cuento de hadas para el común de los católicos. Decir otra cosa es faltar a la verdad.
No vamos a pararnos en cuestiones como el desgraciado asunto de la gestión de las finanzas vaticanas que tuvo lugar bajo su Pontificado, los escándalos suscitados a propósito del fundador de los Legionarios de Cristo, las filtraciones de documentos de la diplomacia romana y tantas otras que, si bien no se le pueden imputar personalmente y de manera directa, no se puede decir lo mismo acerca de muchas de sus estridentes declaraciones entre las cuales, como botón de muestra, no vamos a recordar aquí sino la referente a la licitud del uso de los preservativos en determinadas circunstancias.
Pero todo eso, lejos de ser lo más importante, no es sino lo que el pueblo llano calificaría como peccata minuta. Pues la verdadera influencia de la persona del Papa Benedicto XVI radica en su pensamiento. Sus teorías inmanentistas e historicistas sobre la Tradición Viviente y la Hermenéutica de la Continuidad, y más que nada sus doctrinas sobre la Evolución de los Dogmas (nada de fórmulas fijas, puesto que toda verdad depende de las circunstancias del momento histórico y de la reflexión del hombre sobre el dato revelado), difuminaron una Doctrina que hasta entonces había sido considerada como revelada, fija, inmutable, y fundamento de todo el basamento sobre el que se levanta la Roca que es la Iglesia. Ahora el Edificio ya podía tambalearse, como de hecho sucedió. Hablaremos de
todo eso posteriormente.
Como es lógico, y según tantas veces hemos repetido, todo esto pasa desapercibido para el común del Pueblo cristiano. Como tampoco se dan cuenta quienes añoran al Papa dimitido y rechazan al Papa reinante, que en realidad no existe absolutamente ninguna diferencia ideológica entre uno y otro:
Diarquía o no, lo cierto es que no hay argumentos para subrayar en exceso la discontinuidad entre ambos pontificados. Es cierto que las formas, a las que volveremos a aludir, marcan una gran distancia entre el que fuera profesor universitario alemán y el jesuita porteño. Pero tampoco cabe olvidar las líneas maestras de la actuación de Bergoglio al frente del episcopado de Buenos Aires al que fue elevado por Juan Pablo II en 1992 (y al cardenalato en 2001), descritas magistralmente en artículos y libros como los de Antonio Caponneto.
Que el perfil doctrinal del entonces cardenal Bergoglio era, en muchos aspectos, muy semejante al de Joseph Ratzinger lo afirmaba Giorgo Bernardelli en Febrero de 2013; es decir, antes de que Bergoglio se convirtiera en Francisco. No es necesario, pues, recurrir a las fantasías y a las conspiranoias para detectar que, por debajo de las enormes diferencias de origen, carácter y formación, entre Ratzinger y Bergoglio, late una profunda continuidad en la “operación sucesión” llevada a cabo entre Febrero y Marzo de 2013.
El Papa Francisco, está decidido a establecer una nueva doctrina que nada tiene que ver con la Ley divina ni con la Tradición. Por lo que, a no ser que Dios intervenga, la posibilidad de un cisma se vislumbra en el horizonte. Por más que la cristiandad, una vez más y como siempre, ni siquiera parezca haberse enterado. El llamado Papa Emérito Benedicto XVI estuvo presente en la ceremonia y escuchó el discurso. Pero nadie fue capaz de percibir en su persona, ni en ese momento ni tampoco después, el menor gesto de disconformidad o la más mínima palabra de recusación. De manera que hechos están ahí, como para hacer pensar a cualquiera.