Análisis de la profecía de San Malaquías – Parte VI

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Por más que pese a sus entusiastas, cuyo conocimiento de la realidad de los hechos suele ser más bien escaso, el Pontificado de Benedicto XVI agravó la crisis que sufría la Iglesia, que ya había comenzado desde el Concilio y que luego alcanzó su culminación con el del Papa Francisco. El común de los fieles suele leer muy poco y no anda muy avezado en la búsqueda de la verdad, por lo que desconoce el pensamiento de los que realmente hicieron el Concilio (y de todo el conjunto de sus padres en la fe, los filósofos idealistas alemanes). Tampoco es muy profundo su conocimiento acerca de la influencia que el pensamiento filosófico ejerce en la vida de la sociedad (en realidad es lo que la determina), por lo que no tiene constancia del papel decisivo que el pensamiento idealista–inmanentista de J. Ratzinger ha desempeñado como concausante de los presentes problemas que sufre la Iglesia. Nadie es más atrevido que quien ignora, y el Sistema lo sabe bien, como buen experto que es en el arte de manejar la mentira y de conducir a las masas.

Pensamiento de J. Ratzinger–Benedicto XVI

Por más que pese a sus entusiastas, cuyo conocimiento de la realidad de los hechos suele ser más bien escaso, el Pontificado de Benedicto XVI agravó la crisis que sufría la Iglesia, que ya había comenzado desde el Concilio y que luego alcanzó su culminación con el del Papa Francisco. El común de los fieles suele leer muy poco y no anda muy avezado en la búsqueda de la verdad, por lo que desconoce el pensamiento de los que realmente hicieron el Concilio (y de todo el conjunto de sus padres en la fe, los filósofos idealistas alemanes). Tampoco es muy profundo su conocimiento acerca de la influencia que el pensamiento filosófico ejerce en la vida de la sociedad (en realidad es lo que la determina), por lo que no tiene constancia del papel decisivo que el pensamiento idealista–inmanentista de J. Ratzinger ha desempeñado como concausante de los presentes problemas que sufre la Iglesia. Nadie es más atrevido que quien ignora, y el Sistema lo sabe bien, como buen experto que es en el arte de manejar la mentira y de conducir a las masas.

Lo que no impide que existan bastantes puntos que anotar en favor de Benedicto XVI. Fue él quien liberó la Misa Tradicional, después de cuarenta años de haber permanecido ilícitamente prohibida (Pablo VI declaró falsamente que había sido abrogada). Levantó las dudosas excomuniones que habían sido lanzadas contra los cuatro Obispos de la Sociedad de San Pío X. Y ordenó hacer las pertinentes correcciones de los errores contenidos en las traducciones vernáculas de la Misa del Novus Ordo. Después de su renuncia hizo algunas declaraciones en contra del intento de administrar la Sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar (adúlteros). Son muchos los que ponderan sus esfuerzos por poner a tono el Concilio y presentarlo como en continuidad con la Tradición, tarea para la cual elaboró su teoría de la hermenéutica de la continuidad que luego rectificó y completó con la de la continuidad en la reforma.

Si bien, desgraciadamente, este último punto está en flagrante contradicción con todos sus escritos anteriores (nunca rectificados) y con la continuidad de sus actuaciones. Una cuestión muy discutida acerca de la cual hablaremos después. Algo parecido habría que decir acerca de algunos intentos suyos en los que parecía rectificar ciertos puntos fundamentales de su doctrina referentes a la Redención y la Pasión de Jesucristo. Tampoco parece nada claro que su pensamiento haya cambiado acerca de esta cuestión a la que ahora mismo vamos a dedicar alguna consideración.

Según Bernard T. de Mallerais, la ofrenda de las penas de cada día, recomendada por él en su Spe Salvi (n. 47), es vista por el autor más como una compasión que como una expiación propiamente dicha, la cual incluso estaría marcada por un aspecto malsano:

La idea de poder ofrecer los pequeños sufrimientos diarios atribuyéndoles un sentido, fue una forma de devoción que, si bien hoy día ya se practica menos, ha estado vigente hasta hace no demasiado tiempo. En esta devoción existían cosas exageradas y quizá hasta incluso perjudiciales; aunque vale la pena preguntarse si algo de esencial que pudiera servir de ayuda no podría estar contenido en ellas de alguna manera. ¿Qué quiere decir “ofrecer”? Estas personas estaban convencidas de poder insertar en la gran compasión de Cristo sus pequeños dolores, los cuales entraban así a formar parte del tesoro de compasión del que el género humano tiene necesidad… y de contribuir a la economía del bien y del amor entre los hombres. Quizá podríamos preguntarnos si tal cosa no podría convertirse en una perspectiva razonable también para nosotros.

Pobre justificación —si es que se trata de una justificación— al auténtico pensamiento de Ratzinger sobre el Sacrificio Expiatorio de Cristo. Según el futuro Benedicto XVI (que no consta que se haya retractado de sus escritos), a partir de San Anselmo (1033–1119) la piedad cristiana ha visto en la cruz un sacrificio expiatorio. Pero se trata de una piedad dolorista. Por otra parte —sigue diciendo Ratzinger— el Nuevo Testamento no dice que el hombre se reconcilia con Dios, sino que es Dios quien se reconcilia con el hombre (2 Cor 5:18; Col 1:22) ofreciéndole su amor. Que Dios exija de su Hijo un sacrificio humano es una crueldad que no está conforme con el mensaje de amor del Nuevo Testamento.
Por si quedaba alguna duda, añadamos otro texto del pensamiento de Ratzinger:

Ciertos textos de religión parecen sugerir que la fe cristiana en la cruz representa a un Dios cuya justicia inexorable ha reclamado un sacrificio humano, cual es el de su propio hijo. Ante lo que no cabe sino apartarse con horror de una justicia cuya sombría cólera resta toda credibilidad al mensaje del amor.

Pero esto no es sino un botón de muestra. Habría que hacer un recuento de la obra ratzingeriana a través de toda su re–interpretación (disolución) de las partes fundamentales de la teología católica. Gracias a cuya labor, ayudada a su vez por la de colaboradores próximos como Karl Rahner y Henry De Lubac, la Doctrina Católica ha sido absorbida y fagocitada por la teología progresista modernista, que es la que está sirviendo de fundamento a la Nueva Iglesia.

J. Ratzinger es un pensador que depende por completo de los filósofos idealistas alemanes. Estudioso y entusiasta, desde sus años de Seminario del agnosticismo de Kant (considerado el padre del modernismo), sufrió luego la influencia del idealismo de Husserl, del existencialismo de Heidegger, y de otros pensadores como Max Scheler (teoría de los valores, personalismo cristiano), Buber, etc. Aunque quizá habría que poner en primer lugar, dentro del terreno de las influencias, al historicismo de Dilthey, que ejerció un influjo capital en su pensamiento.

Habremos de limitarnos, por lo tanto, a la exposición de los dos puntos principales en la obra de J.Ratzinger–Benedicto XVI que han sido decisivos en la creación de la Nueva Iglesia: su colaboración e influjo en los Documentos del Concilio Vaticano II y sus tesis historicistas. Estas últimas determinantes, a su vez, de sus doctrinas sobre la evolución de los dogmas y su re-interpretación de las dos Fuentes de la Revelación, a saber: la relectura de la Biblia (dependiente de la circunstancia histórica y del sentimiento del hombre que interpreta), y la Tradición Viviente (que ya no es una Tradición fija y ultimada, sino evolutiva y que se desarrolla según el momento histórico y los sentimientos del hombre actual). Acerca de lo cual podemos adelantar que el resultado no ha sido otro
sino el de la desaparición de las dos Fuentes de la Revelación del horizonte de la Teología y de la Pastoral de la Iglesia.

No vamos a hablar aquí de su decisiva participación en la elaboración de los Documentos conciliares, hecho bien conocido por todos los historiadores y confesado repetidas veces por el mismo Ratzinger. Ni de los resultados y consecuencias del Concilio como un todo, que es un problema que se ha convertido en una de las cuestiones más debatidas de la era postconciliar: catástrofe para la Iglesia, según los tradicionalistas, y primavera eclesial para progresistas y neocatólicos. Un debate que no deja de ser un misterio por su falta de
sentido, en cuanto que los hechos están ahí, duros como el sepulcro (Ca 8:6) y claros como la luz del sol. El mismo Ratzinger–Benedicto XVI ha reconocido varias veces la catástrofe postconciliar, si bien él la ha achacado siempre a una mala interpretación del Concilio, dando origen así a su teoría de la hermenéutica de la continuidad, hoy prácticamente abandonada.

En un artículo escrito ante la apertura de la Cuarta Sesión del Concilio, con respecto a la redacción del Esquema XIII, que luego se convertiría en la Gaudium et Spes, decía Ratzinger:

Las formulaciones de la ética cristiana, por lo que atañe al hombre real que vive en su tiempo, están revestidas necesariamente del espíritu de su tiempo. El problema general, que consiste en que la verdad no se puede formular sino históricamente, se plantea en ética con una acuidad particular. ¿Dónde se acaba el condicionante temporal y dónde comienza lo permanente, a fin de poder separar como se debe lo primero para dejar su espacio vital a lo segundo? He ahí una cuestión que no se puede dar por resuelta “a priori” sin equívocos: ninguna época puede decidir lo que es permanente si no es desde su propio punto de vista. En cuanto a su teoría sobre la Tradición Viviente, se concreta de una forma expresa en sus doctrinas sobre el Magisterio. En las que asegura que el Magisterio de siempre debe
ser interpretado desde el Magisterio posterior o más reciente; cuando en realidad quiere decir dejado sin efecto, como de hecho lo afirma expresamente en varias ocasiones, dejando así en entredicho su famosa doctrina de la continuidad. Para Ratzinger, la Constitución Gaudium et Spes, es también un auténtico Anti–Syllabus. Y en cuanto a los errores condenados por Pío IX, que en realidad responden según él a circunstancias históricas del tiempo de ese Pontífice, han dejado de tener validez. Lo mismo podría decirse de las definiciones dogmáticas de Trento sobre la Eucaristía y la Misa, habida cuenta de que los conceptos tomistas en los que se fundan (como las categorías de sustancia y de accidente en los que se basan) ya no son reconocidos por la filosofía y el pensamiento modernos. La Filosofía–Teología de Santo Tomás responde adecuadamente a su época, aunque indudablemente ya no puede decirse lo mismo con respecto a la actual. Etc.,
etc.

Como cualquiera puede ver, según estas doctrinas, cualquier doctrina del tiempo pasado se puede invalidar desde el punto de vista del tiempo presente. Y dado que este razonamiento se puede repetir en cadena e indefinidamente, llegamos a concluir que solamente podemos sostener que jamás podremos estar seguros de nada.

Ya hemos dicho más arriba, puesto que aquí no se puede pretender resumir toda la obra de Ratzinger, que sólo íbamos a intentar exponer algunas de las ideas más fundamentales de su pensamiento, o las meramente necesarias para entender la interpretación del lema de la profecía de San Malaquías De la Gloria del Olivo. Son aquéllas que más han contribuido a una situación de la Iglesia de la que él, efectivamente, no ha sido el causante de su comienzo. Pero que han conseguido llevar la Barca de Pedro hasta un momento que puede ser considerado como el preludio del punto culminante alcanzado durante el reinado del Papa Francisco.
Solamente nos resta decir algo, como observación importante y a título de mera nota adicional, acerca del inquietante problema de la renuncia de Benedicto XVI.

Mucho se ha escrito, y mucho se seguirá escribiendo, sobre este importante tema, tan envuelto en el misterio y del que únicamente se sabe con certeza que fue una renuncia voluntaria motivada solamente por motivos personales, según afirmaciones expresas y escritas del mismo Pontífice.

Las cuales no han conseguido, sin embargo, eliminar la incertidumbre sobre una renuncia que está siendo lamentada todavía por muchos. Y de la que es necesario admitir que las circunstancias que la rodean no han contribuido precisamente a disipar las dudas de casi nadie.

¿Fue voluntaria y libre tal renuncia…? En realidad todo parece indicar que sí. Lo cual, aun admitido prácticamente por casi todos, no impide desvanecer un resto de atmósfera que envuelve el caso en un cierto misterio. Y como es lógico, puestos a opinar, sólo queda el camino de la formulación de hipótesis y la posibilidad de que cada cual elija la más razonable según su parecer.

La renuncia de Benedicto XVI, es necesario añadir que fue aceptada por él voluntariamente, como parece desprenderse con claridad de sus palabras y de su conducta posterior. Lo cual elimina toda posibilidad de hablar de una renuncia nula, dado que su consentimiento la hace absolutamente válida.

Cabe preguntar, sin embargo, en el caso de que tal hipótesis fuera acertada, acerca de quién impuso al Papa tal renuncia hasta el punto de hacer que la aceptara…

Con lo cual sólo aumentaremos el número de cuestiones que llenan el arcón de las que seguramente quedarán para siempre sin resolver. Sin embargo, si alguien fuera capaz de responder a ésta pregunta, es probable que hubiera llegado a saber quién está contribuyendo hoy realmente a conducir el rumbo de la Nave de San Pedro.

Aunque podemos estar bien seguros de que la pregunta va a quedar sin respuesta, quizá durante mucho tiempo. Y además, como el mayor y mejor guardado secreto de la Iglesia postconciliar.

De la Gloria del Olivo

Antes de comenzar el comentario al lema De la Gloria del Olivo, contenido en la Profecía de San Malaquías y referido al Papa Benedicto XVI según la enumeración allí contenida, conviene tener en cuenta que el lenguaje profético no se ha hecho para que lo entienda todo el mundo. Incluso puede suceder, cosa que parece normal dentro de lo que significa el carisma de profecía, que haya sido formulado para ser entendido por muy pocos o incluso por nadie, a pesar de que está ahí y bien patente a veces: A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; pero a los demás, sólo a través de parábolas, de modo que viendo no vean y oyendo no entiendan. Las profecías de Jesucristo acerca del fin del mundo son claras y enteramente inteligibles, y las señales de las que en ellas se habla tienen poco de misterioso y sí mucho de clamorosas y de patéticas: a pesar de lo cual no serán reconocidas prácticamente por nadie. Pero incluso esto último también está
anunciado que sucederá así.

A veces Jesucristo habla proféticamente con la expresa intención de que lo entienda quien pueda. Algo así como si se dijera, quien pueda cogerlo, que lo coja. De tal manera que se sobreentiende que puede haber alguien que comprenda su significado, aunque es posible también que nadie alcance a entenderlo: Cuando veáis la abominación de la desolación, que predijo el profeta Daniel, erigida en el lugar santo —quien lea, entienda—… La profecía está ahí, si acaso alguien logra comprenderla, si bien se da la circunstancia de que, al menos hasta ahora, nadie ha conseguido saber a ciencia cierta acerca de lo que consiste la abominación de la desolación sentándose en el lugar santo. Y sin embargo ha sido pronunciada para que los discípulos conozcan que, cuando se produzca tal circunstancia, es que ha llegado el momento del Final de la Historia de la Humanidad.

Vistas así las cosas, parece razonable pensar que el profeta no habla por hablar. Como si lo hiciera a sabiendas de que su anuncio carecería de utilidad en cuanto que no iba a ser entendido por nadie. Pero tratándose de cosas serias, como efectivamente es el caso, no es admisible tal consideración y menos todavía cuando se refieren al mismo Jesucristo. Por eso es de suponer que está en la mente del profeta que sus palabras siempre serán entendidas por algunos, los cuales es posible que no pasen de ser una ínfima minoría —tal vez los elegidos, o una parte de los elegidos—. Quienes, a su vez, tampoco seguramente serán creídos por nadie.

La Profecía de San Malaquías —no debe olvidarse su carácter de revelación privada— posee todas las apariencias de pertenecer a este último género. Todo parece indicar que los lemas que hablan de la persona y la obra de cada uno de los Papas, o de los acontecimientos de su entorno y de su época, están ahí, a fin de proporcionar una clave para quien logre desentrañar su significado.
Aquí no nos pronunciamos a su favor ni tampoco los rechazamos, por más que no dejamos de reconocer su carácter inquietante y misterioso. Es una realidad que en no pocos de ellos, después de haber sido examinados minuciosamente, se ha logrado efectivamente establecer una clara concordancia entre el lema y su personaje correspondiente.

Una vez aclarada la cuestión vamos a estudiar el correspondiente al Papa Benedicto XVI. Cuyo lema reza precisamente así: De Gloria Olivæ, en lengua latina. De la Gloria del Olivo, en lengua vulgar.

Para formular inmediatamente la pregunta obligada: ¿Es razonable creer que el lema contiene algún significado, más o menos claro, cuyo sentido parezca convenir al Pontificado de Benedicto XVI?

Por nuestra parte, nos sentimos inclinados a pensar que la respuesta es afirmativa. Existe una serie de circunstancias históricas que parecen convenir al lema profético aplicado al reinado de Benedicto XVI.

Intentaremos examinarlo más detenidamente, aun dentro de la brevedad.

¿Es posible hallar alguna relación entre el Papa Benedicto XVI —o entre su Pontificado y momento histórico— y el lema De la Gloria del Olivo que le atribuye la Profecía?

Y la respuesta, como cualquiera puede comprender, no parece fácil. Y hasta no faltará quien se sienta impulsado a pensar que, en realidad, no existe ninguna.

Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que el género profético, como se ha dicho arriba, es por naturaleza ambiguo y arcano. Por lo que una respuesta afirmativa —caso de que exista alguna— no puede ser considerada como absolutamente segura. E incluso aunque alguien creyera efectivamente haberla encontrado, nunca podría pretender imponerla con carácter definitivo.

Es importante notar también que toda profecía, de ser auténtica, pertenece por naturaleza al orden de lo sobrenatural. Por lo que sería vano intentar desentrañarla mediante medios puramente naturales. Lo que no obsta para que algunos de ellos, como pueden ser el estudio y la investigación histórica realizados con seriedad, no solamente pueden ser considerados útiles para nuestro caso, sino incluso necesarios. Pero nunca enteramente suficientes. Y ni siquiera, por las razones anteriormente dichas, como los más importantes para el estudio que aquí se pretende llevar a cabo.

Además de lo cual, dado el orden sobrenatural en el que aquí nos movemos, también hace falta la oración.

Cosa esta última que restringe todavía más, no tanto el campo y las posibilidades de esta investigación, sino sus posibles resultados. Puesto que no todo el mundo practica la oración, ni tampoco es muy general la fe en su efectividad.

Y dado que esta Profecía —vamos a partir de la hipótesis de considerarla como tal— se refiere indirectamente a Jesucristo, y ya más directamente al outpost, o puesto avanzado de su Reino en la Tierra —la Iglesia—, parece lo más adecuado y lógico acudir a los Evangelios, con la esperanza de encontrar en ellos alguna clave que proporcione pistas a nuestra investigación.

Pero si se examina el lema con detenimiento, se observa en él la presencia de dos sustantivos. Que además, por estar incluidos en la misma frase, es evidente que debe existir una relación entre ambos.

Uno de ellos—Olivo—, parece realizar la función principal en la declaración (pues es a él es donde primeramente se dirige la atención); mientras que el segundo —Gloria—, realiza más bien un papel de calificación con respecto al primero. En definitiva, algo así como si el lema viniera a decir: el Olivo que resplandece en su Gloria.

Pero el único lugar donde se hace mención del Olivo en los Evangelios se refiere al transcendental episodio de la Agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos (Mt 26; Mc 14; Lc 22). Algunos hablan del Huerto o Jardín de Getsemaní, ubicado en la base del Monte de los Olivos. De todas formas no cabe duda de que el histórico acontecimiento al que nos referimos, decisivo para la Historia de toda la Humanidad, tuvo lugar en el Monte de los Olivos.

Los sucesos que allí se desarrollaron, a continuación de la Celebración de la Última Cena con los Discípulos y en la Noche de la víspera de la Pasión, son bien conocidos aunque nunca suficientemente profundizados. Intentaremos esbozar un resumen de los hechos para luego tratar de extraer consecuencias.

El Huerto de los Olivos representa el cenit, o punto culminante, del fracaso humano de Jesucristo. El lugar en el que, concentradas sobre su Persona las incontables miserias de toda la Humanidad, sufrió un paroxismo imposible de ser captado por el entendimiento humano, capaz de conducirle a tan profunda angustia como para provocar en Él un espontáneo derramamiento de sangre a través de los poros de su Cuerpo. Como lo atestiguan claramente los Evangelios.

El lugar que presenció tales angustias y sufrimientos, imposibles de ser descritos por el lenguaje de los hombres ni comprendidos por su entendimiento, es el mismo que presenció el —¿aparente?— triunfo definitivo del Mal sobre Dios. La escena inicial del filme de Mel Gibson La Pasión de Cristo lo refleja con aceptable seriedad, dentro de lo posible. Aquella histórica Noche, los Olivos del Huerto fueron testigos de lo que parecía señalar la Victoria Final de Satanás sobre el Hijo de Dios hecho Hombre. En este sentido, hablar de la Gloria del Olivo, no puede ser tomado de otra manera que respetuosamente seria.

¿El Triunfo Supremo del Mal frente al Bien y sobre el Plan Amoroso de Dios sobre los hombres? ¿La victoria de la Incredulidad ante la Fe? Al menos en aquella Noche, todo hubiera parecido indicar que sí. Por eso, lo que vamos a decir a continuación acerca del contorno histórico de un Pontificado, no va a resultar agradable para muchos y sí inquietante para todos.

Con respecto a los tremendos acontecimientos que tuvieron lugar en la Noche del Huerto de los Olivos, habíamos insinuado aunque sin darlo como seguro, que el Triunfo de Satanás sobre Jesucristo en aquellos cruciales momentos fue meramente aparente. Pero se trataba simplemente de un recurso literario con objeto de introducir el tema, puesto que, en realidad, la Victoria del Gran Enemigo sobre el Hijo de Dios hecho Hombre fue entonces absolutamente real.

Es cierto, sin embargo, que fue un Triunfo transitorio, por más que Satanás, envuelto en las redes de su propia Mentira, estaba convencido de que había sido definitivo. No descubrió su error —decisivo e incalificable error— hasta el momento en que Jesús exhaló en la Cruz su último aliento. Fue ahí donde, al fin y cuando ya no había remedio, Satanás se dio cuenta de la insondable profundidad de su equivocación (1 Cor 2:8). Resulta curioso comprobar que los mentirosos acaban siempre creyendo sus propias mentiras, según una regla que habría de cumplirse en grado sumo en el Padre de todas ellas; y de ahí que él mismo acabara siendo, a su vez, el Padre de todos los Engañados (Jn 8:44).

Pero el Triunfo del Gran Enemigo sobre Jesucristo en aquella terrible Noche no tuvo nada de aparente. Todo lo contrario, puesto que fue enteramente real. Una Victoria que ya había tenido su origen en tiempos demasiado remotos cuando, disfrazado de Serpiente, el Enemigo de Dios y del hombre consiguió engañar a los Primeros Padres de la Humanidad. Aunque ahora, por fin, después de milenios, lograba su consumación. La Noche del Huerto de los Olivos fue, por lo tanto, el momento de la Gloria de Satanás —la Gloria del Olivo, o la que tuvo lugar en el llamado Huerto de los Olivos— frente a lo que entonces se presentaba
—y lo era— como el fracaso total de la Misión que había venido a realizar el Hijo del Hombre.

El horror de lo que supuso aquella Noche para Jesucristo jamás podrá ser comprendido en profundidad por los hombres. Porque, efectivamente, fue un horror saturado de realidad. Como fue real la Angustia de Jesucristo: hasta la muerte, según sus propias palabras. Y lo mismo puede decirse del sudor de sangre; del abismo insondable de lo que hubieron de significar las Tentaciones a las que se vio sometido; de la Oscuridad indescriptible de la Noche de su Alma en la que Él —Inocente entre los inocentes— se vio cargado con las miserias y pecados de toda la Humanidad; de la congoja infinita de sentirse abandonado de su Padre, y hasta como calificado de culpable…

En aquella terrible Noche, de haber sido la Gloria a la que se vio encumbrado
Satanás solamente aparente…, los horrores que destrozaron el Alma de Jesucristo hubieran sido también meramente aparentes. Es imposible desconocer la relación de lo uno con lo otro.

Es tan cierta esta doctrina como que Jesucristo —verdadero Hombre al fin— hubiera estado dispuesto a rechazar tales angustias: Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…

En la vida de todo hombre, y con mayor razón si es cristiano, ocurren momentos de terrible oscuridad, en los que se siente abandonado y donde todo parece perdido —las Noches del Espíritu, de las que hablaban los místicos—. En tales situaciones, la intensidad de la Fe no puede disipar el sentimiento del abandono por parte de Dios, del oscurecimiento hasta el paroxismo de la misma idea de Dios, del convencimiento de la inutilidad de la propia existencia y de la falta de sentido de todas las cosas…, o dicho en pocas palabras: del fracaso total.

Jesucristo —verdadero Hombre también, no lo olvidemos— vivió en aquella Noche tales sentimientos hasta un grado cuyo conocimiento nos sobrepasa a los humanos. Resulta interesante señalar que el Pueblo Cristiano, y hasta la misma Doctrina, han sido siempre víctimas de la tendencia a insistir más en la Naturaleza Divina de Jesucristo que en su Naturaleza Humana. Aunque parezca increíble, parece más fácil creer en sus milagros que en sus sufrimientos. Y sin embargo, no es precisamente a través de tales prodigios y hechos espectaculares, sino del dolor y de la sangre, como Jesucristo va a parecerse a nosotros y a hacerse uno de nosotros. Como decía la Carta a los Hebreos, sin derramamiento de sangre no hay remisión.

¿Y qué relación guarda todo esto con el lema De la Gloria del Olivo, aplicado por la profecía de San Malaquías al momento histórico del Pontificado de Benedicto XVI?

Para quien así quiera verlo, tal relación no es difícil de comprender: un absoluto paralelismo que sobrepasa los límites de lo inquietante para cualquiera que, poseyendo buena voluntad, sea capaz de entender.

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